En lo que respecta a la edad,
todos vivimos en una dulce negación.
Un jurado sobornado para pasar por alto
las pruebas
ha dictaminado que aún somos jóvenes.
Es solo un número, ¿verdad?
dice Tommy, mi barbero griego,
no cuentes los veranos,
quítale una cuarta parte.
Il Kwon, mi tendero coreano,
se tiñe el pelo de negro azabache,
José, que pinta nuestra cocina,
se busca una amante más joven cada año
y la oculta de su esposa.
Todos nos iluminamos
como parachoques de máquinas de pinball
cuando nos piden el carné para
nuestro descuento de la tercera edad
en la taquilla
o cuando el vendedor ambulante de la feria
calcula mal nuestra edad
por seis años completos
y nos vamos con una muñeca kewpie
para la que no tenemos ningún uso terrenal.
¿Acaso no ven los surcos
arados por noches de insomnio,
la barriga de seis meses
tensándose contra el cinturón,
el pelo peinado con demasiado artificio
a través de las áridas llanuras?
Dios bendiga su vista fallida, señor,
¿no echará una moneda o dos
en nuestros vasos de hojalata de vanidad
antes de seguir su camino?
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