En la antigua Roma, a quienes heredarían la tierra
se les daba un amuleto, completo
con el sello familiar. Llamada Bulla,
este medallón simbolizaba el lugar
inalterable de un niño en el futuro de la familia.
¿Cómo las figuras de fieltro de pastores
judeo-palestinos de aspecto muy anglosajón
y las mágicas historias de la Escuela Dominical
de mis tiernos años se endurecieron
en una creencia tan ardiente que casi puedo sentir su peso
colgando mientras ato los zapatos de mi hijo y me preparo
para descansar sobre mi pecho mientras me levanto de nuevo
para saludar el día con él?
Podría regalarlo
o perderlo. Pero me despertaría
para encontrar este amuleto de creencia reafirmado
alrededor de mi cuello, restaurado en la noche,
de la manera en que un padre cubre al niño dormido
con la manta caída,
de la manera en que mi padre envejecido lo haría cuando
yo llegara con jetlag y los ojos rojos
para derrumbarme en su sofá.
El asentamiento de la manta sobre mí
era tan reconfortante como lo debieron ser esas Bullas.
Me incliné hacia esa ternura de la manera en que un niño se inclina
hacia un paracaídas arcoíris
que les asegura que son amados.




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