En mayo arranqué las malas hierbas del invierno,
esparcí estiércol y sujeté nuevas
vallas. Hicimos un enrejado con retoños de pino,
una instalación artística para que trepen los tomates.
Finalmente, llegó el momento de plantar brócoli, lechuga y acelgas.
Cuando ya no quería pensar más en
los incendios en el oeste, cuando me sentía impotente ante tantos
hogares perdidos, mis lágrimas humedecieron
la tierra. Imaginé que eran lluvia
cayendo en California.
Aquí hacía suficiente calor para plantar
pimientos, tomates y berenjenas. Los incendios forestales
se extendieron hacia el oeste, consecuencia del cambio
climático. Desyerbé cada mañana, sostuve diminutas
flores de pepino en las puntas de mis dedos.
Pensé en cielos llenos de humo,
huyendo de los incendios.
Aquí los tomates crecían en abundancia.
La calabaza de invierno
trepó por el enrejado,
hacia el otro lado.
La gracia de cada mañana era
una meditación. Imaginé estar sentada
dentro de una flor de calabaza dorada,
protegida.
Las abejas zumban suavemente,
cubiertas de polen dorado,
con la intención de hacer solo
una cosa a la vez, y solo notar el néctar.
Recojo hierbas y tomates,
escucho lo que dicen los insectos.




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