Hay quienes dirían, hijo mío,
que el agua vertida hoy sobre la piel de tu bebé
te santificará y te dará gracia,
y supongo que de alguna manera
es cierto.
Pero aún más creo que tú
la santificarás,
como hiciste el día que te conocimos,
recién bajado de un avión desde Etiopía,
agotado por un viaje a través de un océano,
confundido por el hombre que suave pero extrañamente
te sostuvo durante el vuelo,
y preguntándote aturdido por la mujer que te recibió
con los brazos abiertos, ojos brillantes y mejillas húmedas
y con dos niñas revoloteando a su lado
como felices libélulas.
Tu luminosidad en el aeropuerto ese día atrajo a una multitud,
y muchas cámaras parpadearon en tu dirección
mientras la gente intentaba capturar,
para sí mismos,
la forma en que hacías brillar el agua,
esa agua,
el agua bautismal que siempre está cayendo sobre nosotros
en riachuelos de dolor,
en torrentes de tristeza,
en el flujo constante y reconfortante de la vida misma,
el agua que se nos manifestó ese día
por la llegada santificadora
de un niño pequeño
llamado Abel.
Marya Small
Woodbine, N.J.
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