Tres hermanas sentadas afuera:
rostros protegidos por sombreros,
vestidos cuidadosamente compuestos.
Es finales del siglo XIX, un domingo de verano,
y tres hermanas están sentadas afuera
pintando flores silvestres
porque son cuáqueras —mujeres jóvenes
respetables— y no tienen permitido
leer novelas los domingos.
La primera pinta un trébol amarillo,
la segunda un áster rosa,
la tercera un espécimen extraño
con flores de color azul pálido
y hojas dentadas oscuras
y delicadas raíces expuestas.
El sol es caliente. La hierba pincha
a través de los pliegues del lino. El aire está lleno
de la vibración de las abejas.
Las hermanas no hablan.
El espíritu las mueve, o no.
La larga tarde pasa lentamente.
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