Mi abuela tenía
un corazón como una montaña.
Había lugares en ese paisaje
a los que nadie más había ido, lugares
donde los días se guardaban como
viejas prendas mustias, días
que ni siquiera ella podía soportar recordar,
caminos que nunca podría volver a recorrer.
El aroma de su primogénito, su suave
cabello, sus pequeños zapatos puestos en el polvo,
un hijo soldado, herido en batalla,
con pérdida de audición, con miedo a las tormentas,
que se tiraba al suelo cuando los rayos
retumbaban en la sala de estar,
otro hijo, enfadado, desafiante,
diciéndole: “Eres una anciana,
Madre. Estás vieja”.
Algunos días, palabras, imágenes, vivían
al final de senderos que gradualmente
se cubrían de vegetación. Escuchaba los pájaros y
sombras de hojas lo moteaban.
Era una mujer de montaña, una niña descalza
lavada en agua de manantial,
familiarizada con baldes y cucharones,
a quien la tierra alimentó y finalmente
recuperó: primero la mente, luego
el alma, luego el cuerpo que incluso la brisa de pino
atravesaba con salvaje respeto y amor.
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