En aquel momento

Teníamos un columpio en el porche
que atrapaba la brisa
del río, un viejo columpio blanco
de madera que colgaba de
cadenas del techo azul.
Tenía almohadillas suaves y cálidas con
diseños de conchas y velas
en ellas, y era donde
a Jesús le gustaba sentarse, especialmente
en las primeras mañanas cuando los peces
saltaban como rápidas lunas crecientes
que brillaban y caían con un golpe
de rocío brillante. Y al
final de Su día, también,
dondequiera que hubiera estado y
cualquiera que fuera Su trabajo, Él venía,
y todos nos sentábamos juntos en el porche,
el columpio balanceándose ligeramente,
los niños más pequeños acurrucados
contra Él, el viento tan húmedo
y fresco que parecía que respirábamos
una extraña agua brillante, todos contentos,
todos mirando la puesta de sol,
la forma en que iluminaba las nubes por debajo
para que parecieran brasas,
su brillo rojo resplandeciendo
en el río, las golondrinas
revoloteando, las luciérnagas encendiendo
lámparas en los setos, los árboles
oscureciéndose al otro lado del agua.
A veces, alguien
tarareaba algunos compases
de una vieja canción, y alguien
entre nosotros siempre sabía la letra,
los niños aprendiéndola de nuevo,
a los mayores, quizás, gustándoles más
pero amando más escuchar,
y el día terminando de esa manera.
Esos eran los veranos aquí.
Durante muchos años Él había venido
e ido, de la manera en que los vientos
y las nubes y las olas lo hacen,
sus ritmos en Él,
y la mirada en Sus ojos
de observarlos,
de modo que cuando Él te miraba,
era con su misma gentileza,
sin ocultar, acogedora,
una salud y fuerza tranquilas
que querías en ti mismo,
para que pudieras ser el mismo
para otros, en los tiempos difíciles,
y en los inviernos por venir.

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