Monumento a Mary Dyer, Earlham College
Tus ojos son celdas de sombra.
Tus manos están vacías.
Tus labios no están a punto de hablar.
Sin embargo, aquí estás visible en un cuerpo.
Si alguna vez parece que te imagino, me doy cuenta
de que es este rostro de bronce lo que estoy viendo.
Imagina, Mary, después de cuatro siglos
estás sentada en el corazón de Boston
y en lugares que no conoces…
Filadelfia y Richmond, Indiana,
donde estoy de pie en una fría
luz temprana del sol, con la niebla elevándose de la hierba,
sin nadie más alrededor. Se siente bien
venir como peregrino a ti aquí
en un Medio Oeste al que ninguno de los dos pertenece,
sin embargo, donde vivo y te recuerdo,
reuniendo lo que sé del exilio.
Una mujer cuáquera te esculpió
y eligió a otra para que fuera tu modelo;
eso te gustaría, si no encontrarte
un icono en un bloque cincelado.
Libertad religiosa: la frase campanillea.
Moriste por ella, a grandes rasgos, y por más
de lo que la mayoría de nosotros hemos perdido las palabras,
o bien estamos buscando otras mejores.
Esos pasajes que marcan tus ojos.
Esa mirada ciega, donde observas
el giro de un universo oculto;
cabeza cubierta inclinada, hombros cuadrados,
manos anidadas suavemente en tu regazo.
Ni esposa, ni madre, ni santa sentimental
implorando al cielo; ni espada,
ni corona estrellada. Solo tú, sentada en silencio,
llamándonos indiferentemente a la presencia,
una llama que parece amarnos.
Tu rostro tan quieto que nos aquieta, escuchando
el sermón que predicas en silencio:
cómo seguir, cómo testificar, cómo resistir,
cómo recorrer todo el camino por el único camino.
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