El río detrás de nuestra casa subía un pie por hora,
mi mujer me llamó al trabajo para decirme: «¡Vente a casa rápido!»
Cuando llegué, pude ver las aguas turbias e hinchadas
del Big Sandy arrastrando los escombros de la ciudad río abajo.
Mientras subíamos cajas, libros y herramientas del sótano,
aguas negras salían a borbotones del desagüe como un rico pozo de petróleo.
Luego cerramos el gas y la electricidad y nos apresuramos
a acarrear lo mismo y más del primer al segundo piso.
Después de llevar nuestro coche y camioneta cargados a un terreno más alto,
volvimos a vadear la calle y ayudar a nuestros vecinos.
Esa noche, cansados, con los brazos entrelazados, salimos
a vadear a la luz lúgubre de los fuegos que ardían en el lago sombrío.
Con el agua arremolinándose hasta el cuello, nuestro hijo menor, emocionado,
cantó: «¡Anda, no todo el mundo tiene la suerte de tener una inundación!»
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