
¿Y si Eva, contemplando la
roja y deliciosa manzana,
sintiendo el apretón del deseo
y el abismo de hambre que se abre?
Hubiera sentido tal unidad con Dios,
tan agradecida por los largos paseos vespertinos
y la confianza que consolida la pertenencia,
que el Amor, la brújula, la hubiera mantenido apuntando hacia su verdadero norte.
Tal vez podría haberse detenido,
llenando de aire su cuerpo terrenal,
cruzando sus sabios ojos con el brillo serpentino de la tentación,
y haber dicho fríamente: “Veo lo que has hecho ahí” y
“no, gracias”.
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