Estoy buscando algo para cenar cuando encuentro tu corazón
en el congelador, lo que me recuerda la mañana en que te vi
por la ventana de la cocina. Estabas tendido en el campo de heno,
en el camino que tú y tu familia siempre tomáis desde el bosque
hasta el estanque y de vuelta. Con la carretera
en medio. Eras un hermoso cadáver, aún caliente,
un hilo de sangre comenzando a formar una costra debajo de una de tus fosas nasales.
Si te hubiera dejado donde estabas, los coyotes te destrozarían,
todo para que yo, tan aprensiva, lo viera desde la ventana. Llamé
a Christine. Ella te llevó a casa, te colgó de las patas traseras
de una viga en su garaje para poder hacerte
filetes y asados. Me llamó para preguntarme si me gustaría alguna parte de ti.
Por cierto, añadió, tu cierva estaba preñada.
(Nunca pensé en ti como mi cierva).
Cuando sugirió tu corazón, dije que sí. Sí, porque
te amaba a ti y a todas tus partes y, de repente,
a tu cervatillo nonato. Pensé en comerme tu corazón… lo hice.
Christine dice que comerse al animal que matas es la forma de honrar su vida.
El otoño pasado, cuando estabas pastando en el campo de heno, levantaste
la cabeza y me miraste fijamente durante mucho tiempo. Las nubes
sobre nuestras cabezas nadaban en tus ojos. Si la quietud
pudiera comerse, cenamos juntos.




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