
Una de las historias de mi abuelo
Había un muchacho, un Nichols, que estaba coladito
por una joven del vecindario.
Habiendo fallecido sus padres, vivía con una tutora,
la tía Hattie, una señora cuáquera anciana y estirada
que se aferraba firmemente al lenguaje sencillo en todo momento.
Nichols le tenía miedo, así que recurrió
a su buen amigo Samuel Whitaker,
que gozaba de la buena voluntad de la tía Hattie
y tal vez podría interceder por él.
Así que un día Samuel fue a la casa
y fue recibido por una criada
que le hizo seguirla hasta el salón
y le ofreció un asiento allí. Dijo más tarde
que, mientras estaba sentado, tuvo uno de esos momentos
en los que la luz del sol en el pasamanos de la silla lo llevó
a una visión de la Meeting House,
y se quedó mirando la pared sobria pero elegante
casi como si estuviera entrando en
el estado receptivo de adoración silenciosa.
A su debido tiempo, la anciana entró bruscamente, y él
se levantó de un salto: “Tía Hattie, ¿tengo tu silla?”
“Quédate sentado, Samuel. Todas las sillas son mías”.
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