
No tenía cita.
Me pidieron que esperara media hora,
salí de la oficina y caminé hacia una pradera–
o más bien un campo de cultivo abandonado–
en el límite del complejo.
Un roble solitario se alzaba en el campo,
recordatorio del pasado, de cualquier pasado que conociera.
El suelo estaba encharcado por la lluvia.
Tenía que mirar por dónde caminaba.
¿Y qué podría esconderse en la hierba alta?
Dando media vuelta, paseé hacia el oeste
pasando edificios bajos, coches aparcados,
hasta el final del aparcamiento, donde todavía
había árboles, lo que quedaba del bosque.
Me incliné hacia ellos, mirando hacia dentro.
En su borde, inmóvil, había una culebra rayada,
pequeña, con rayas amarillas, con la cabeza levantada.
Se deslizó un poco hacia la luz,
sacó la lengua como si saboreara el aire
y luego se escabulló de vuelta a la profunda sombra
del bosque, reclamando lo que era suyo.
Que este ser del viejo mundo aún persistiera,
que yo hubiera llegado en el momento justo para ser testigo
me animó, y por esta pequeña gracia,
disfruté de mi propia compañía ese día.
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