Sentados en círculo en la pequeña sala,
los hombres visten sus uniformes verdes de prisión, como empleados de gasolinera.
Durante dos días hemos trabajado en cómo
afrontar los conflictos de forma pacífica.
En el descanso, algunos de los hombres lanzan una pelota.
Con pereza, con elegancia, sus manos encuentran el lugar
adonde va la pelota, la lanzan suavemente, mientras yo observo
con el placer de alguien que es un patoso.
Ahora me toca dirigir una ronda sobre “un momento
Ojalá hubiera tenido más autocontrol”. Cualquier cosa que diga
será pequeña comparada con las historias de los hombres,
revelando de nuevo la brecha entre mi buena fortuna
y sus vidas en las calles,
mi libertad y sus repetitivos días.
Pero tengo que decir algo,
así que cuento una conversación con mi hija
sobre su gato y las pulgas y un consejo
que le di y que le molestó.
Un hombre recuerda cuando le habló mal
al juez y le añadieron años a su condena.
Otro golpeó a un tipo casi hasta la muerte por insultar a su madre.
Uno se metió en una pelea por el teléfono aquí en la prisión—
lo sacaron del programa universitario.
Por fin todos han tenido su turno.
Miro alrededor del círculo, esforzándome
por encontrar una palabra para concluir—
hasta que todos estallamos en risas.
Reímos y reímos y jadeamos para respirar
y reímos un poco más—una risa
que me sostiene y me mece en su abrazo.
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