¿Hacia dónde vamos desde aquí?

Me consuela la antigüedad de la Tierra: los millones y miles de millones de años que nos lleva de ventaja; cómo incluso los pocos milenios que tenemos de historia humana son solo la capa más delgada y superior de todo lo que ha sucedido en la corteza terrestre, por no hablar de toda la acción dentro y alrededor de ella. Todos estos años tan cuidadosamente estudiados y registrados, las ruinas y los manuscritos recogidos y reflexionados, solo cuentan una fracción de una fracción de la vida en este planeta, e incluso esto es incompleto.

Y este planeta, este ser antiguo que sustenta casi todo lo que podemos ver, sostener y sentir, es tan minúsculo en edad, masa y mucho más en comparación con todas las demás cosas que hay ahí fuera. Habitamos un universo que tiene miles de millones de años luz de ancho, y aparentemente en constante expansión, que contiene cientos de miles de millones de galaxias en las que hay un número aún más incalculable de estrellas.

Y, sin embargo, en todas estas existencias increíblemente grandiosas, sigo asombrándome de las pequeñas cosas. Por supuesto, los microorganismos y los átomos que hacen que el mundo gire son asombrosos (las locas moléculas dibujadas en las pizarras en la clase de química y todas las fuerzas representadas por variables en las ecuaciones). También son asombrosas aquellas cosas que no son necesariamente esenciales para la continuación de la vida o la semiestabilidad del universo, pero que suman mucho más, como los pequeños elementos de la naturaleza a lo largo de los bordes del desarrollo humano: el musgo que se arrastra por el cemento y los pajaritos polvorientos en los cables telefónicos. Sé que todo esto es impermanente, y que está destinado a serlo, pero no parece que pueda ser únicamente nuestra decisión cuándo se elimina.

Crecí escuchando las estadísticas casi absurdas de todo lo que hay ahí fuera que podría destruir nuestro planeta. Leía libros, récords mundiales y datos curiosos para alumnos de segundo grado y trataba de imaginar ese tipo de magnitud: cómo el sol podría explotar y devorar todo nuestro sistema solar en ocho minutos, cómo un agujero negro podría destrozarnos hasta que nuestros átomos flotaran en un lugar de gravedad infinita. Nunca pensé en las amenazas que provenían de nuestra propia atmósfera, emitidas por los coches, los autobuses que tomaba para ir a la escuela y los muchos camiones que me traían las rodajas de manzana envueltas en plástico y los bagels que comía en los programas extraescolares donde aprendíamos sobre los animales en peligro de extinción que podían salvarse cuando apagábamos las luces.

Eran acciones sencillas para superar obstáculos increíbles que no conocíamos y no podíamos entender.

Incluso ahora, las estadísticas y los estudios que suenan en los televisores parecen más abrumadores que la totalidad del universo: los metros ganados por los mares que se expanden por el derretimiento de los glaciares; las hectáreas quemadas, aradas o pavimentadas; el número de hogares perdidos; las vidas perdidas; y la creciente extinción resultante de nuestra expansión. Hay una voz en mi cabeza que intento ignorar: la que señala la antigüedad de nuestro planeta, no como una razón para protegerlo, sino como una excusa para ignorar las consecuencias de mis acciones. ¿No hemos visto ya todo esto antes? Nuestro mundo se ha helado, se ha derretido de nuevo, se ha llenado de gases nocivos y se ha cubierto de lava; ¿no son estos ciclos de destrucción y recreación simplemente la forma en que funciona? Esta voz es una excusa para no profundizar en la verdad de lo que está sucediendo, lo que está impregnando cada centímetro de esta tierra y cada ser en ella. Pero todos los cambios anteriores en la naturaleza ocurrieron durante miles o millones de años debido a fluctuaciones naturales en la temperatura o la atmósfera o, en el caso más extremo, por explosiones volcánicas o visitas de cometas y asteroides. Pero este peligro actual ha sido liberado por máquinas de nuestra propia creación y hábitos derrochadores que podrían haberse detenido. ¿De verdad queremos ser nosotros quienes provoquemos esto?

Sarah Leonard

Sarah Leonard (ella/su). Cursa 11.º grado en Friends’ Central School en Wynnewood, Pensilvania.

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